Entre la nostalgia y la espera

Vuelve el silencio a nuestras calles. Tras la traca final del 9 de septiembre, todo parece detenerse: los familiares y amigos regresan a sus hogares, muchas de las casas vuelven a cerrar sus puertas y la vida, de repente, parece fluir más despacio. Es el ritmo del pueblo después de las fiestas, ese contraste entre el bullicio y la calma que define el paso del tiempo en las comunidades pequeñas.

El otoño llega de puntillas. Las hojas empiezan a caer y, con ellas, una sensación de melancolía se extiende por las plazas vacías, por los portales cerrados y por los caminos que hace apenas unos días estaban llenos de risas y encuentros. La rutina regresa, como siempre, con su cadencia pausada, pero también con la certeza de que este ciclo es tan nuestro como las fiestas que acabamos de despedir.

Hay quien dice que el pueblo en otoño se viste de nostalgia. Pero esa nostalgia no es solo ausencia: es también recuerdo. En ella se guardan las charlas de madrugada, los reencuentros inesperados, las tradiciones vividas intensamente. Y al mismo tiempo es semilla, porque mientras las calles parecen dormir, la vida sigue latiendo en lo cotidiano, preparando lo que vendrá.

Las fiestas son, en cierto modo, la Nochevieja de nuestro calendario. Pero lo que ocurre después también forma parte de nuestra identidad: aprender a valorar el silencio tras la música, la calma tras el alboroto, la intimidad tras la multitud. En esos días de aparente quietud se cultiva la espera, se fortalecen los lazos de los que permanecen, se piensa en el futuro con la mirada puesta en nuevas celebraciones.

El otoño no es un final, sino un puente. Entre lo que hemos vivido y lo que está por llegar. Entre la nostalgia y la esperanza. Y quizá ahí esté la verdadera esencia de la vida en nuestros pueblos: saber que cada cierre es, en realidad, el comienzo de una nueva espera compartida.

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